De nuevo el otoño. Llega perezoso, como si le costara despertarse
de un largo sueño. Hay otoños que marcan y otros que pasan desapercibidos. Este
viene con el peso del recuerdo. Todos y cada uno de ellos viene con voces e
imágenes de los que le precedieron. No obstante, este es especial.
La hoja del calendario me lo indica. Es un calendario
tradicional, de papel, con sus meses separados en páginas diferentes. Números negros
encerrados en cuadrados blancos. Muy visibles. Septiembre tiene una fecha, de
dos dígitos, y arrastra una ausencia: «Se cumple el décimo aniversario», me
susurra.
Yo no necesito que me lo recuerde. Lo leo en mis versos, en
la lluvia caída recientemente, y en los archivos de mi ordenador que
últimamente visito a diario.
Deseo conmemorar esa fecha, ese aniversario, hacer algo
especial para que este 21 de septiembre no se quede solo en eso, en una fecha
más para el recuerdo. Quisiera dotarla de algo diferente. Me empeño en que el
décimo aniversario se vista de luces. Y recurro a los momentos difíciles, pero
esta vez prescindiendo del llanto. Si acaso, una lágrima furtiva cuando estoy a
solas. Una lágrima que sea solo mía.
Me desprendo de ella con pañuelo de tela, como los que él
solía utilizar. Me miro en el espejo y, con diez años más en mi rostro, sonrío.
Le sonrío, aunque sé que no me ve desde ningún sitio. Se fue y nunca más
volvió. No está en ninguna estrella, ni vagando por la casa cuando todos
dormimos. Convertido en ceniza reposa bajo un viejo algarrobo en un parque nacional
cercano, orientado al punto por el que la luz se posa en su mar cada amanecer.
En un rincón de mi casa, un puñadito de aquella ceniza que un
día fue su cuerpo, sigue custodiando discretamente una de sus pinturas, muy
cerca de una caja donde guardo los ejemplares del duelo. Porque eso significó
aquel trabajo que hablaba de gatos, iglesias, infortunios, amores y
despropósitos. Allí, oculto entre las páginas de Los gatos de Santa Felicitas,
sigue respirando su nombre con su corazón prestado. En cada poema y en cada una
de las referencias a los colores que empleé para evitar el llanto.
Quise rescatar los libros dedicados a él. Y quise que vieran
de nuevo la luz. Hablé con amigos y amigas: Marian se prestó gustosa a
organizar el acto, Mariachu y Sherpa a acompañarme en la mesa, Laura a
representar a la entidad donde se llevó a cabo el evento. Y, al frente, los
amigos… Personas diferentes a las que vivieron el primer alumbramiento de la novela.
Tan solo unas pocas sabían el porqué de mi encierro en ella durante más de un
año., hasta que le puse el punto final.
Fue una tarde muy especial. Se habló de mí y de los gatos, de
la iglesia y de Felicitas Guerrero… se habló mucho y de forma muy amena. No vacilé
en ningún momento en mi intervención. Me sentía cómoda, relajada y segura.
También me sentí querida por todos. En algún momento mi pensamiento voló hacia
aquel 21 de septiembre del 2008, a la habitación de la cuarta planta del
hospital de Portaceli, a los salvajes estertores, a mi silencio e impotencia
mientras le tomaba la mano, a la lluvia desencadenada en el momento del
tránsito… Pero fue solo durante unos instantes. Las palabras de Sherpa y de
Mariachu, la ternura de ambos y la atención y el respeto de cuantos estaban en
la sala hicieron que me creciera. Tanto que, a ratos, ni siquiera recordaba la
razón del evento.
Desde aquí deseo dar las gracias a cuantos me acompañaron en
la tarde de ayer, así como a aquellos que no pudieron asistir pero que estaban
presentes de intención.
Para todos y cada uno de ellos, un gran abrazo con todo mi
cariño. Y también, cómo no, a mi querida amiga Débora Trachter, siempre
presente en la portada de Los gatos de Santa Felicitas.