La Calderona nevada Vista desde Albalat dels Tarongers |
Desde
mi asiento de última fila observo a la gente. El autobús hoy ha tardado un poco
más de lo habitual en llegar. La máquina expendedora de billetes no funciona y
el conductor tiene que escribirlos a mano. Eso ha provocado la demora.
Sin
embargo, este retraso ha resultado gratificante. Mientras esperaba, una
magnífica panorámica del paisaje ha ejercido de anfitriona. Esta mañana la
sierra parece vestirse con sus mejores galas para deleite de quien, como yo,
gusta de contemplar la naturaleza
Hace
bastante frio y un grupo de vecinos se ha cobijado bajo el porche de la Casa
del Pueblo. Comentaban el concierto del pasado fin de semana en el auditorio: «Cuando
llega el día de La Purísima al ayuntamiento le gusta lucirse» ha dicho uno. Yo
he permanecido atenta, pero como viene siendo mi costumbre, sin intervenir en
la conversación. Normalmente suelo esperar al autobús escuchando la radio en el
pequeño reproductor, con los auriculares puestos; o leyendo algo de lo que llevo
en el bolso. Hoy no; hoy me apetecía escuchar las voces cercanas, hablando la
lengua cercana, contando cosas de la tierra cercana…
Mientras
las escuchaba, los picos de las tres montañas más altas se asomaban por encima
de las nubes, el resto de sus cuerpos permanecía oculto por estas. Este es sin
duda un espectáculo natural precioso, y además gratuito. A sus pies, la sierra
se relaja allí donde el puente se extiende sobre el rio que, aunque sin caudal,
impone por su magnitud. Al tiempo que lo observaba el autobús ha hecho su
entrada al pueblo, privándome de mi éxtasis visual.
También
la lluvia está a punto de llegar; y se prevé fina, fría. «Aguanieves» la define uno de los vecinos mientras
sube al vehículo y otro increpa amigablemente al conductor por la
tardanza. Este se involucra inmediatamente en la conversación de los recién
incorporados al pasaje y se pone nuevamente en marcha, dejando atrás la pequeña
población con su paisaje circundante y enfilando por la estrecha y sinuosa
carretera camino de Petrés, donde volverá a detenerse para recibir a los
viajeros que desde allí se unen a la comitiva sobre ruedas.
El
pasaje forma una peculiar familia. Siempre somos los mismos rostros, y de igual
manera, siempre son los mismos, los motivos que llevan a cada uno de nosotros a
bajar a la ciudad. Aquí todos saben un poco de la vida de todos, aunque la
relación queda interrumpida cuando abandonan el autobús en el viaje de
regreso, a eso de las dos de la tarde.
La
señora morena con voz de soprano se apeará justo enfrente del centro comercial;
en esta ocasión la acompañan dos amigas de su pueblo. En la parada del hospital
lo hará el grupo de los enfermos y convalecientes: el señor que tose con tos
desde dentro y su mujer que siempre va con él; la señora que operaron de la
rodilla y su hija que le habla fuerte porque ella, la madre, no termina de
acostumbrarse al audífono nuevo; también se bajan aquí la mujer que no ve bien
y su marido que la lleva del brazo; y una señora más joven, de pelo rubio y
aspecto extranjero, con acento del este, que viene a cuidar a una anciana que
está ingresada en el hospital; la cuida previo pago, algo inferior a lo que
cobran las cuidadoras nacionales.
Al
iniciar de nuevo la marcha mi mirada se dirige inconscientemente hacia la
puerta del tanatorio, y una vez más, el recuerdo me introduce en su hall y en
una de sus salas. También de nuevo, reacciono volviendo la cabeza hacia los restos de la fortaleza romana y las montañas. El silencio parece querer abrirse paso en el autobús
en el que el grupo de personas se ha
reducido considerablemente. Solo tres o cuatro pasajeros comentan las
controversias políticas y no políticas con que la televisión los ha mantenido
ocupados durante los últimos días. Casi todos se bajarán en la siguiente parada,
donde tienen cita en el centro de especialidades o en la oficina del INEM.
Ahora ya se acomodan el abrigo y cuando se apean se arrebujan cuellos y bocas
con la bufanda. Yo
seguiré hasta el final del trayecto. Me gusta observar desde la ventanilla cómo
los viandantes caminan por las aceras. Algunas caras esperando en los semáforos
me son familiares; y hay tiendas que han cerrado sus puertas por la crisis,
mientras que otras se han aventurado a
abrirlas. Son nuevos comercios que junto a los bares presiden la avenida.
El
conductor me da un toque: «Señora, se acabó el viaje» me grita desde su asiento
de primera fila. Yo, en vez de bajarme por la puerta trasera, llego hasta él
y me despido. «Hoy no volveré» le indico para que no me espere en el viaje de vuelta.
Me desea una feliz jornada y me ofrece un obsequio. «Regalo de la casa» me dice.
Le agradezco el gesto y ya en la calle abro mi regalo con curiosidad. En el
envoltorio leo: “Feliz Navidad”, y al quitarlo cuidadosamente para no deshacer el lazo de un rojo brillante, me encuentro con un cuadernillo confeccionado a la manera
artesanal, cosido con una fina cuerdecita de cáñamo y unas cuantas páginas
escritas a mano en papel reciclado. Tiene como título: Crónicas del viaje, y en su primera página se lee: «Con afecto a
mis pasajeros habituales. Firmado: El conductor».
Qué bonito Lola, me ha gustado muchísimo. Es entrañable. Un beso compañera de la Uned. Susana
ResponderEliminarGracias, Susana. A ver si tengo ocasión yo también de leerte a ti.
ResponderEliminarEnorme sensibilidad la tuya, Lola, soy afortunada por poder disfrutar de tus escritos. estuve ausente del pueblo, que nunca creí mío, durante años, y mi regreso fue más o menos así...Enfin ya ves una cosa lleva a otra y es lo que me encanta de la lectura....un abrazo de Angela
ResponderEliminarGracias, Ángela. Siempre es un aliciente contar con personas que nos lean y compartir con ellas cuanto alumbramos desde la pluma. Me siento privilegiada por contarte entre esas personas.
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