La mañana era
soleada y algunos ancianos se encontraban sentados en un banco, junto a la
fuente carente de agua que presidía el centro de la plaza. Una furtiva pelota
se acababa de colar en el césped del recinto ajardinado y, al momento, unas
piernas flacas y huesudas echaron a correr tras ella, ajenas a la atenta mirada
que el guarda les propinaba y que no tardó en dar un tirón de orejas al
muchacho que había hecho caso omiso del gran cartel que advertía aquello de: «Prohibido
pisar el césped»
Miguel perdió su
pelota que fue requisada por el guarda como castigo por su acción incívica, y
con la cara acalorada y los ojos llorosos por la rabia, se marchó hacia los
recreativos, en espera de la hora para ir a comer. Los otros chicos se
dispersaron una vez desprovistos de su esfera mientras dirigían miradas de
fastidio al funcionario del ayuntamiento, y de despedida a la canasta que hasta
entonces había sido su centro de entretenimiento.
No había clase en
el Instituto. Una vez más, el colectivo docente se sumaba a la huelga propuesta
por el sindicato. En el último mes se habían perdido ya tres jornadas completas
de enseñanza, pero a Miguel le importaba poco. Últimamente los estudios y todo
lo que había llenado sus horas le parecían algo lejano y carente de sentido. Se
sentía apático, sin esperanzas de futuro, y, sobre todo, se sentía
tremendamente solo; ahora, el hecho de que el hombre de la plaza le hubiera
quitado su pelota y humillado delante de los otros chicos terminó por amargarle
la mañana.
De haber sido más
pequeño no le habría preocupado. Hubiera ido hasta su madre explicándole lo
sucedido y ella se las hubiera arreglado con el hombre; además, lo más seguro, es
que ésta le habría devuelto el tirón de orejas. Pero ahora era mayor y todo era
diferente. Su etapa de adolescente no le agradaba. Al principio resultaba hasta
divertido; incluso a veces, se sorprendía ante el espejo del aseo hablando
solo, en voz alta para comprobar con satisfacción el cambio sufrido en su
timbre de voz. También se entretenía bastante cuando reventaba sus primeros
granos y saltaban con fuerza desde dentro de sus poros. «¡Bingo!» exclamaba
satisfecho cuando alguno rebotaba sobre la superficie del cristal. Ahora, sin
embargo, los malditos granos se habían convertido en un suplicio. Inflamados y
purulentos siempre estaban sobre su piel; se secaban unos y otros los
reemplazaban. Primero le picaban, luego le escocían y al final, siempre dejaban
su huella.
No; no era esa su
idea de la adolescencia. Él esperaba un poco de autonomía para hacer lo que le
viniera en gana, y con sus quince años, aún le requisaban la pelota ante la
mirada divertida de cuatro viejos y varios chavales amigos suyos. En su casa no
sólo le seguían tratando como a un niño, sino que, además, le daban todos los
días la misma monserga. El cambio en su voz y el estiramiento de sus huesos
sirvió para que sus padres tuvieran un mayor control sobre él.
«Estás en una
edad peligrosa hijo. Mira bien con quién andas no te vayan a dar a probar cosas
malas. No bebas alcohol, no fumes...» le decían.
Pero lo que más
le molestaba, era la broma diaria con que su madre le obsequiaba cada noche
cuando se arrimaba a su cama para arroparlo:
«No hagas cosas
feas que si no, no se te irán los granos».
Aquello lo sacaba
de sus casillas. No sólo tenía que soportarla cada noche arropándolo hasta el
cuello cuando él tenía un calor horroroso, sino que, además, el detalle de la
bromita lo tenía verdaderamente asqueado.
«¡Me quieres
dejar en paz. Todas las noches me despiertas con la misma chorrada!»
Se preguntaba si
todas las madres serían igual de cargantes que la suya, y se sentía mal al
comprobar que cada vez la iba detestando un poco más. Aquello no debía de ser lógico.
No podía concebir la idea de aborrecer a su madre ya que, hasta hacía poco,
ella era su mejor amiga. Le gustaba verla cada mañana preparándole su Cola-cao mientras escuchaba las primeras
noticias en la radio. Veía el brillo de la felicidad en sus ojos cuando
pacientemente los maquillaba, y él también se sentía feliz.
Por aquel
entonces compartía con ella sus juegos y deberes escolares. En la casa siempre
había otros chiquillos y ponían su habitación manga con hombro; después ella lo
ordenaba todo sin quejarse. Nunca le molestó que otros niños vinieran a casa;
al contrario, le gustaba hablar con ellos, no como a alguna que otra madre de
sus amigos que siempre los mandaba a jugar a la calle para que no le ensuciaran
nada.
«¡Pero es que
ahora se ha vuelto tan machacona y pesada. No hay quien la soporte...»
Pensando en la
pesada de su madre llegó hasta los recreativos. Apenas recordaba el incidente
de la plaza, aunque seguía cabreado. No echó monedas a las máquinas. Nunca lo
hacía. En realidad, tampoco le gustaba mucho ir allí, pero no había muchas
opciones.
Como siempre que
había jóvenes, el grupo de los desocupados no tardó en hacer su aparición. No
le gustaban nada aquellos chicos. A decir verdad, no eran ya chicos, sino
adultos a quienes les interesaba rodearse de chavales. Siempre andaban ociosos,
con su coche cubierto de polvo adherido a la chapa y sus ojos profundos mirando
en todas direcciones mientras se hacían los simpáticos con aquellos que se
dejaban apabullar por sus historias. Miguel sabía que se dedicaban a regalar a
los chicos pequeñas dosis de su mercancía ilegal. Todo el mundo lo sabía pero
nadie hacía nada al respecto. ¡Y era tan fácil dejarse llevar por ellos! En
apariencia eran tres tipos normales que sabían ganarse a los chavales; los invitaban
a cigarrillos asegurándoles que el aire que respiraban y las mierdas que comían
eran más perjudiciales que el humo del pitillo. Los chicos, recordando el
último escape de la Química del polígono industrial y el olor que dejó durante
unos días en los barrios adyacentes, admitían el cigarrillo seguros de no hacer
nada malo.
«¡Qué hay
chaval...» uno de ellos se le acercó y Miguel respondió indiferente: «Pues ya ves...
pasando el rato». Un poco temeroso de haber ofendido a aquel joven desaliñado
con su indiferencia, se marchó para su casa...
Continúa en capítulo siguiente.
De: Cuentos del Puerto, Miguel.
Ilustración: Débora Tráchter
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