Nos despedimos de Utrillas. Atrás se queda el entorno minero.
Una niebla espesa se presenta a medida que nuestro vehículo avanza, y nos
incomoda bastante. Por suerte dura solo unos cinco kilómetros, y no tardamos en
visualizar de nuevo los colores ocres del paisaje. Ahora es el río Alfambra
quien nos hace un guiño desde el otro lado de la foresta dorada.
No tardamos mucho en incorporarnos a la Autovía Mudéjar.
Pasaremos de largo Cella, sin entrar a su fuente; en esta ocasión, nuestro
destino es Albarracín: ¿La joya de la corona turolense?, tal vez. Allí no tenemos
ninguna ruta prevista. Tan solo queremos disfrutar de la otoñada de la zona,
caminar por las calles del municipio y, si se me permite la expresión, respirar
a través de los ojos. Quiero captarlo todo, y no paro de hablar intentando que
mi compañero de viaje, que solo puede prestar atención a la carretera, se
impregne de cuanto yo contemplo y le cuento.
El Guadalaviar hace ya rato que salió a recibirnos y nos ha
acompañado hasta las mismas puertas de Albarracín. Estacionamos el vehículo
bastante antes de entrar al municipio. No nos importa ir andando el último
trecho del camino, nosotros somos de mucho caminar, además, disfrutamos con
cada paso que damos. Y hoy caminaremos bastante. No será por caminos de tierra
ni senderos bordeados de arbustos olorosos. No, hoy caminaremos por suelos
empedrados, por calles estrechas y empinadas, con sabor a pueblo viejo.
Alcanzamos las primeras casas del arrabal, y yo ya detengo mi
atención en lo alto de la peña, en la muralla. Tanteo en la mochila para
asegurarme de que no olvidé el boli y el bloc de notas. La cámara ya está
también preparada. Comenzamos el ascenso hacia la ciudad de la parte alta.
De repente me encuentro situada en plena época medieval. Los
nombres de las calles, viejas y robustas construcciones de piedra con sus
correspondientes distintivos heráldicos tallados en piedra sobre el dintel,
edificaciones tradicionales de madera con magníficos enrejados de forja y tejas
marrones y rojas, los desniveles en los voladizos…
El entorno me seduce tanto que no me percato de que estoy,
sin darme cuenta, en el punto de mira de la cámara de un visitante. «Perdón»,
le digo, y sigo a lo mío. Y lo mío es mirar en todas direcciones para ver en
qué punto me decido a detenerme ahora. Entonces me sale al encuentro un rincón
con un gran portón de madera con grandes remaches. No le falta de nada: su
ventana con reja de hierro a la vieja usanza, la farola sobre el nombre de la
calle, el blasón sobre la puerta, el nombre de la casa y el poyo adosado a la
fachada.
A la hora de redactar esta entrada me gustaría poder
ilustrarla con cada una de las imágenes tomadas; acompañar mis letras con
ellas, pues dudo mucho de que con palabras, ya sean escritas o mediante el discurso
oral, pueda expresar la belleza del lugar. Desearía mostrar desde la Fragua y
el Yunque la panorámica que observo desde el mirador: el meandro del
Guadalaviar circuncidando la población en la ciudad baja, su vega; los colores
de los montes a lo lejos y esa sensación de otoño viejo roto tan solo por el
tránsito excesivo de visitantes. Y es que, aunque es el último fin de semana de
octubre, todavía no hace frío y muchos somos los que nos hemos decidido a
viajar hasta este bonito enclave en plena sierra de Albarracín. Por todas
partes se ven grupos de turistas acompañados por sus guías, familias con niños
y, sobre todo, personas que, como yo, no quieren perderse nada con sus cámaras.
Nos queda subir hasta la muralla pero sin darnos cuenta se
nos ha hecho la hora de ir a comer. Hemos tenido suerte de encontrar mesa libre
en uno de los restaurantes típicos, en una calle estrecha. Es un bar pequeño, estrechito
y largo, de gruesas paredes y piso superior donde se encuentra el comedor. No sé
por qué, me trae recuerdos de posadas y mesones literarios y, de pronto,
tampoco sé por qué, me entran unas ganas tremendas de comer migas con chorizo.
Nuestro viaje llega a su fin. Aún nos detendremos a comprar
unos quesos y miel, y a sacar unas cuantas fotos más de la foresta que bordea
la margen del río. Después, como es habitual en nuestro recorrido por tierras
turolenses, haremos una parada en el Monolito y en La Fosa. Allí, parados ante
los nombres de los represaliados republicanos, guardaremos unos minutos de
silencio y, seguidamente, emprenderemos el camino hacia la Autovía Mudéjar.
Volvemos a casa.
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