domingo, 3 de noviembre de 2019

Un cigarrillo






Hoy he visitado el cementerio. Lo hago todos los años por estas fechas. Me sitúo frente a los nichos que custodian los huesos de aquellos que más me quisieron y quise: Mi padre y mi madre. Contemplo en silencio los nombres y las fechas tallados en la piedra, las fotos y las flores. En medio de ese silencio, en una calle que no dispone de cipreses grises, intento imaginar más allá de la losa. Me gustaría poder ver esas pequeñas calaveritas, los huesos del cuerpo que un día fue mi refugio…

Alguien escribía esta mañana que cuando nuestros seres queridos dejan de vivir «entre» nosotros pasan a vivir «en» nosotros. Así es. Llegamos a copiar sus gestos, a compartir muchas de sus ideas y con el paso de los años hasta acabamos viéndolos al observar nuestro propio reflejo en el espejo.

Cuando me he despedido de mis padres he paseado por alguna de las calles del viejo cementerio, hoy más florido que el resto del año. He visitado aquellos otros nichos donde reposan los restos de otros familiares y amigos. De alguna manera he querido decirles que tampoco a ellos los olvido. A otros los recuerdo desde casa, en las conversaciones de situaciones pasadas, en mis paseos por la memoria cuando la conduzco a otros días, de juventud, de infancia…  Son esos otros que volaron por encima de la sierra, o que caminaron bajo las olas convertidos en ceniza. Muy especialmente aquel que reposa bajo un algarrobo de porte majestuoso en un lugar privilegiado con vistas al mar.

EL conserje del cementerio ha dado la voz de cierre. Era la hora de volver a casa. En mi camino se ha cruzado una chica joven. La he visto cuando venía de frente: caminaba despacio, con ropa cómoda, demasiado cómoda he comprobado a medida que se acercaba. Su pantalón de chándal clarito le quedaba muy holgado. Todo en ella quedaba holgado. Menos su sonrisa dulce cuando se ha parado ante mí. Una joven guapa, limpia, de larga melena clara, mirada serena y voz casi infantil. Me pedía un cigarrillo. Por un momento me ha parecido ver y escuchar a otra joven, hace más de once años, a la entrada del hospital de Portaceli. Era la misma mirada, la misma fuerza en la voz, el mismo aspecto…

Las señales de los picos por sus brazos…

«Lo siento, bonica, no fumo». Sin abandonar su sonrisa ha seguido su camino. Yo me he venido abajo. «Tan bonica, tan dulce, tan joven… y tan falta ya de vida» He ahogado un sollozo durante todo el trayecto a casa.

Duele la garganta cuando reprimes el llanto que amenaza con escapar. ¡Me ha dolido tanto que hasta he lamentado no fumar!  Y mientras los coches adelantaban por la autovía camino de quién sabe a dónde, me preguntaba una y otra vez si la estarían esperando los padres para comer, si habrá pasado la noche fuera de casa y si habrá pasado frío; si acaso no ha querido asistir a un programa de desintoxicación, si quizá, si a lo mejor, si es que… 

Muchas preguntas que nunca nadie me va a responder y una expresión indignada que no he podido callar: ¡Se tenía que haber cortado las dos manos aquel que le proporcionó el primer pico!

Sigo triste, y sigo también recordando la similitud entre esta chica y la Carolina que, hace ya once años, acomodada en su silla de ruedas, me pidió un cigarrillo en el hospital de Portaceli en una apacible tarde de septiembre.


Fotografía: Lestal.





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