Hoy he visitado el cementerio. Lo hago todos los años por
estas fechas. Me sitúo frente a los nichos que custodian los huesos de aquellos
que más me quisieron y quise: Mi padre y mi madre. Contemplo en silencio los
nombres y las fechas tallados en la piedra, las fotos y las flores. En medio de
ese silencio, en una calle que no dispone de cipreses grises, intento imaginar
más allá de la losa. Me gustaría poder ver esas pequeñas calaveritas, los
huesos del cuerpo que un día fue mi refugio…
Alguien escribía esta mañana que cuando nuestros seres
queridos dejan de vivir «entre» nosotros pasan a vivir «en» nosotros. Así es.
Llegamos a copiar sus gestos, a compartir muchas de sus ideas y con el paso de
los años hasta acabamos viéndolos al observar nuestro propio reflejo en el espejo.
Cuando me he despedido de mis padres he paseado por alguna de
las calles del viejo cementerio, hoy más florido que el resto del año. He visitado
aquellos otros nichos donde reposan los restos de otros familiares y amigos. De
alguna manera he querido decirles que tampoco a ellos los olvido. A otros los
recuerdo desde casa, en las conversaciones de situaciones pasadas, en mis
paseos por la memoria cuando la conduzco a otros días, de juventud, de infancia… Son esos otros que volaron por encima de la
sierra, o que caminaron bajo las olas convertidos en ceniza. Muy especialmente
aquel que reposa bajo un algarrobo de porte majestuoso en un lugar privilegiado
con vistas al mar.
EL conserje del cementerio ha dado la voz de cierre. Era la
hora de volver a casa. En mi camino se ha cruzado una chica joven. La he visto
cuando venía de frente: caminaba despacio, con ropa cómoda, demasiado cómoda he
comprobado a medida que se acercaba. Su pantalón de chándal clarito le quedaba
muy holgado. Todo en ella quedaba holgado. Menos su sonrisa dulce cuando se ha
parado ante mí. Una joven guapa, limpia, de larga melena clara, mirada serena y
voz casi infantil. Me pedía un cigarrillo. Por un momento me ha parecido ver y
escuchar a otra joven, hace más de once años, a la entrada del hospital de
Portaceli. Era la misma mirada, la misma fuerza en la voz, el mismo aspecto…
Las señales de los picos por sus brazos…
«Lo siento, bonica, no fumo». Sin abandonar su sonrisa ha
seguido su camino. Yo me he venido abajo. «Tan bonica, tan dulce, tan joven… y
tan falta ya de vida» He ahogado un sollozo durante todo el trayecto a casa.
Duele la garganta cuando reprimes el llanto que amenaza con
escapar. ¡Me ha dolido tanto que hasta he lamentado no fumar! Y mientras los coches adelantaban por la
autovía camino de quién sabe a dónde, me preguntaba una y otra vez si la estarían esperando
los padres para comer, si habrá pasado la noche fuera de casa y si habrá pasado
frío; si acaso no ha querido asistir a un programa de desintoxicación, si
quizá, si a lo mejor, si es que…
Muchas
preguntas que nunca nadie me va a responder y una expresión indignada que no he
podido callar: ¡Se tenía que haber cortado las dos manos aquel que le
proporcionó el primer pico!
Sigo triste, y sigo también recordando la similitud entre
esta chica y la Carolina que, hace ya once años, acomodada en su silla de
ruedas, me pidió un cigarrillo en el hospital de Portaceli en una apacible tarde
de septiembre.
Fotografía: Lestal.
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