Yo también recé.
Sí, muchas veces, durante muchos años recé.
Rezaba, imploraba y agradecía a un Dios omnipotente que me
observaba indiscreto, que me analizaba y me compadecía o me sonreía según las
circunstancias del momento.
Esa fe era una impronta de nacimiento. Casi la traíamos de
serie en las características del individuo. Apenas la madre podía ponerse en
pie tras el alumbramiento el bautismo neutralizaba al recién nacido, lo
liberaba del pecado que aún no había cometido. Entonces, y solo entonces, le
ponían el sello que lo validaba para caminar por la vida.
Sí, yo también rezaba. Rezaba mucho a ese dios. Y un día que
ya no recuerdo, llegaron las dudas y las preguntas. No llegaron de un día para
otro, sino poco a poco. Eran preguntas que nadie respondía. Algunos por ignorancia,
otros por comodidad, y aquellos que quizá estaban más preparados para
responderlas, por un interés oculto y excesivo, hasta peligroso. Porque
entonces preguntar era de necios y pecadores. Cuando las preguntas eran muy
incómodas la cruz de la herejía figuraba junto al nombre en las listas de ese
dios omnipotente y omnipresente.
Seguí rezando, pero ahora con la boca pequeña, como quien
tararea un estribillo anodino de una vieja canción que queda grabada en la
memoria y cada vez es más molesta.
Llegué yo sola a la conclusión de que todo era una fábula,
tan innecesaria para algunos como absurda o imprescindible para otros.
Comprendí que aquel dios, aquella fe, eran el clavo ardiendo
al que todos se aferraban cuando la vida les fallaba.
Ahora, cuando en las mañanas me despierto con la tristeza a
cuestas, siento cómo me queman las manos.
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