martes, 12 de octubre de 2021

CANFRANC 2021

 




 […] Con las últimas horas del estío, el peregrino, rezagado en su caminar sereno, se detiene en El Ayerbe y adivina a Dios en el paisaje. Pero el tiempo apremia. La hojarasca comienza a tapizar el suelo con un manto dorado y el caminante debe seguir su ruta por la vía antes de que las primeras nieves cubran las señales del camino. Contempla por última vez a la dama ferroviaria, preciosa arquitectura erigida en los primeros años del último siglo, amplia, majestuosa… y humillada; con historias de vida y muerte tras sus deterioradas paredes. El andén próximo al actual paseo urbano y la oscuridad del viejo túnel, le recuerdan que hubo un día, no hace mucho, en que los pasajeros continuaban viaje arriba, hacia la otra orilla. Para muchos era un viaje sin retorno. Una historia que en ocasiones se aprecia en el aire pirenaico, cuando, cerrando los ojos, aún se alcanza a contemplar las imágenes de hombres y mujeres atravesando la frontera, con sus maletas de tosca madera repletas de sueños rotos y de versos de despedida ocultos entre los pliegues de sus escasas pertenencias: son los supervivientes de una España rota que se desangra, pero esa… es otra historia.

 

La primera vez que estuve en este entorno privilegiado fue hace casi treinta años. Era agosto del año 1992 y España entera estaba volcada ese verano en la Expo de Sevilla. Nosotros no. Nosotros queríamos montaña. Montaña, ríos, cielos azules, silencio… y magia.

Unos años más tarde, con mis hijos ya adolescentes, volvimos al Alto Aragón, a sus valles, a sus tonalidades verdes y azules y, cómo no, de nuevo a la magia de la vieja estación.

El encanto nunca se rompió y después, ya solos, con los hijos fuera del nido,  en el verano del año 2010 volvimos. Esta vez una escapada de tres días, únicamente para visitar el entorno de la estación y realizar, dentro de nuestras capacidades físicas, dos rutas de senderismo.  Previamente a nuestro viaje el Paseo de los melancólicos me había cautivado desde la pantalla de mi monitor por un power point. La imagen fue tomada en otoño, embelleciendo aún más el paisaje y aumentando mis deseos de pisar aquellas pistas y senderos.

No pudimos ir en otoño, pero no perdimos la ocasión de visitar aquel paseo. No había ocres ni dorados, pero sí una maravilla de tonalidades verdes. A nuestro regreso comencé a escribir lo que más tarde sería mi cuaderno de viajes: experiencias que ya quedarían reflejadas desde unos meses más tarde en este blog. Una de las primeras entradas de ese cuaderno fue precisamente CANFRANC -La dama ferroviaria-, cuyas líneas finales transcribo al principio de estos apuntes.

Valles, lagos, cimas… y la magia de la estación y del túnel de Somport. De todo se impregnaron mis ojos. Todo se quedó ahí, dentro de mí, en algún rinconcito que no acierto a definir. Teníamos que volver. Y volvimos.

Han pasado once años, algunas ausencias y también la llegada de nuevas y escandalosas risas. Igualmente se han adquirido más canas, algunas arruguitas en el rostro y un caminar más lento y reposado, tal vez por el peso de esos once años, o quizá por el deseo de andar el camino sin prisas, fijando la mirada en cada detalle. Y mientras lo recorríamos nos sorprendió también la pandemia que paralizó todos nuestros proyectos. Un año en el que nos dio tiempo a reflexionar y también, ¿por qué no? a reinventarnos.

Sea como fuere, hemos llegado hasta aquí, con salud y con fuerzas renovadas. Y de nuevo en el coche nos asomamos hasta las primeras cumbres pirenaicas. El viaje es muy relajado, con nuestra música, la de siempre, y también con aquella otra de aparición más reciente a la que nos hemos ido acostumbrando.

Los picos más cercanos parecen sonreírnos. Los túneles... Una vieja canción, italiana, y la cámara dispuesta a captar el detalle. Comienza la magia.

Casi sin darnos cuenta llegamos a Canfranc. Pasamos de largo la silueta de la estación y vamos hasta nuestro alojamiento. Nos desembarazamos de la bolsa de viaje y nos dirigimos al Aragón y a la estación. Ardo en deseos de ponerme de nuevo frente a ella, y de quedarme muy quieta contemplándola. Una primera visión me decepciona. Las obras de rehabilitación no han concluido y me encuentro con el vallado que impide el posado perfecto. Los hombres aún están trabajando y el ruido de las obras es molesto. No importa. Dirijo el objetivo a lo largo de la fachada y me permito el saludo, primero solemne, en silencio: «Qué ganas tenía de ti», le digo en un susurro como si pudiera alcanzarla a través de las casetas de las herramientas de los operarios. Después miro satisfecha a la cámara, la uve de la victoria en alto, y me dejo fotografiar, después de muchos años, con la gran dama ferroviaria a mi espalda.

 

Madrugamos. Tenemos que ir a comprar pan y algo de fiambre para los bocadillos. Nuestra ruta será de unas seis horas. Al igual que hace once años, emprendemos la marcha a las diez de la mañana, desde el punto de partida de la ruta junto al túnel. Los primeros pasos sobre el suelo del Paseo de los melancólicos me seducen como si fuera la primera vez que lo veo. Comienza el ascenso hasta La casita blanca, antiguo vivero que permanece como lo recordaba. Y vuelta a caminar… hasta el primer mirador de San Epifanio, y luego hasta el segundo, y hasta el tercero.

Todo es silencio, todo es un conglomerado de ramas, raíces…, naturaleza en su estado más puro. El aire que entra en mis pulmones me recuerda que hace apenas un año no podía subir las escaleras de casa sin detenerme en el primer tramo y descansar. Me embarga la sensación de libertad a medida que ascendemos, y pienso, ahora ya con angustia, en los meses de confinamiento y las posteriores restricciones sociales. Vivo esos pensamientos como si obedecieran a una pesadilla. No lo fue, llevo el testimonio de esa realidad asido a mi muñeca a modo de pulsera. La mascarilla no me abandona en ningún momento, aunque ahora es innecesaria porque todo el entorno es para nosotros. No hay nadie más. No obstante, por unos instantes revivo la incertidumbre, la idea del «¿qué pasará?», y eso me hace disfrutar más, si cabe, de este momento actual.

No es cuestión de mirar atrás en el tiempo, tampoco en nuestro trayecto. Hace ya rato que dejamos de divisar la estación. Estamos a mucha altura y mi vista está puesta, como siempre, en la persona que me precede en el camino y que me indica dónde he de poner los pies para sentirme más segura y no resbalar. El precipicio está muy cerca, no es cuestión de despistarse. Sigo sus indicaciones… y lo sigo a él. Y acierto a verlo como la primera vez que vinimos. ¿Ha cambiado mucho? Un poco sí. ¿Le cuesta más subir que entonces? Apenas se le ve cansado. Le digo que se detenga, quiero hacerle una foto en el sendero. Se gira, me mira y ambos sonreímos.

Nos encontramos ya en La casa de la Cueva. Aquí paramos a comer. Las rocas nos sirven de apoyo. Vuelvo a tomar fotos, como hace once años, pero en esta ocasión no hay glaciar alguno en los picos de enfrente.

Curiosamente no me encuentro cansada. Quisiera subir hasta La caseta del vasco. Son apenas veinte minutos más de caminata. Sé que puedo hacerlo. No llegar hasta ella es como si me faltara algo en la ruta, como fallarme a mí misma. Pero nos detenemos aquí. El camino se hace más difícil y mi equilibrio puede jugarme una mala pasada. He hecho todo el trayecto respirando a buen ritmo, sin fatigarme, y estoy completamente segura de poder llegar arriba. Pero mejor no arriesgarme. Estoy satisfecha con la ruta y con mi capacidad pulmonar. Ahora queda desandar el recorrido. El descenso siempre me preocupa más. Mis botas se agarran bien al terreno, pero hay mucha altura y en algunos tramos poco espacio entre las paredes de la montaña y el precipicio. He de mirar muy bien dónde y cómo colocar los pies. Hay raíces a ras de tierra que tan apenas se ven.

 

Alrededor de las cuatro de la tarde llegamos de nuevo a La casita blanca. Nos tomamos un tiempo de descanso para recuperar fuerzas y disfrutar de la que posiblemente sea nuestra última visita al lugar. Más fotos, más recuerdos y más notas para redactar cuando llegue a casa.

Caminamos despacio hacia Los melancólicos. Hablamos poco, pero nos miramos mucho y sonreímos. El paseo nos atrapa, nos envuelve…, y yo me dejo llevar por la imaginación: Quiero pensarlo vestido de otoño.

 



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