La casa de la abuela era una casa con
puertas. Tenía un corral grande en el que nunca conocí animales. Aquel era un
corral para plantas y flores. También había una parra. Era tan amplio que, como
la casa, también tenía tres puertas. Eran para los tres cuartos que el abuelo —con
más paciencia que medios— había construido con sus propias manos para poder dar
cobijo a la familia entera, cuando esta se fue multiplicando. Uno de ellos era
grande, lo suficiente como para que cupiera en él una cama de matrimonio con su
armario ropero, su mesita de noche y un baúl. Los otros eran de menores proporciones
y estaban destinados a trasteros o herramientas.
La casa de la abuela tenía una cocina
comunicada con un comedor. No tenía puerta para acceder de la una al otro.
Tenía un hueco grande con forma redondeada en su parte posterior. Y tenía un
aseo y tres habitaciones. En una de ellas una ventana que daba a la
habitación grande, construida por el abuelo en el corral aquel en el que nunca
hubo animales. Las otras dos daban a la calle con nombre de región sureña. La
más próxima a la cocina era la de la abuela y era, a su vez, paritorio
cuando la ocasión lo precisaba. En aquella habitación de la abuela nacimos
todos los nietos y nietas mayores.
Allí, a aquella casa de la abuela, a aquel corral en el que nunca vi animales sino rosas perfumadas, geranios, murcianas, claveles, begonias, jazmines y hasta una parra de hermosos racimos de uvas, sigo acercándome de vez en cuando. Las raíces sujetan con fuerza mis pies calzados mientras, con los ojos cerrados, aspiro el aroma de aquellas plantas que, aún hoy, se acomodan y me reciben con una gran sonrisa y mirada sorprendida:
«Hace mucho tiempo que no venías y te echábamos de menos», escucho al último vestigio de una generación que ya se aleja por las esquinas del tiempo.
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