Cap. IV
Sobre las tres de la tarde los cuatro
doctores y el pato hacían su entrada en el comedor del hotel. El pato, desnudo,
sin más complemento que sus oscuras gafas de sol sobre el pico; los otros, con
ropa deportiva adquirida en los comercios de más prestigio de la ciudad, y
portando en sus manos, cual cetro de suprema autoridad, cada uno su raqueta de
tenis.
En su entrada no repararon en la
presencia de los demás comensales a cuyos saludos hicieron oídos sordos, como
si el sonido de aquellas voces corteses les crisparan sus ánimos prepotentes.
El pato se limitó a observar el comportamiento de sus colegas y les siguió
hasta un rincón apartado del comedor, donde unas mesas reservadas eran
separadas del resto por una mampara. «¡Son grandes dioses racionales! ‒se
admiraba el pato‒. Hasta comen aparte».
En efecto, aquellos doctores siempre
comían separados de los demás; incluso en la cafetería del hospital, cada vez
que iban a tomar su café, se colocaban tras un biombo de tela blanca para
marcar las diferencias con el resto de la gente que trabajaba en el Centro y
que también se reunía en la cafetería.
Ahora dialogaban con el pato y se
congratulaban con su compañía, pues de todos era conocida su fama de
inteligente y la fortuna que poco a poco iba amasando; no con sus honorarios de
la clínica, que aquellos para bien poco daban, pero las entrevistas en
exclusiva se pagaban bien, y él siempre andaba con algún periodista pegado a su
culo. El grupo de El Bostezo quería saber en qué clase de inversiones se
hallaba el pato metido, y si ellos podían a su vez beneficiarse de ellas. Por
lo tanto, dioses y pato ardían en deseos de conocerse mutuamente.
Fue el pato quien se las ingenió para
que fueran aquellos quienes dieran el primer paso en referir sus actividades, y
de lo primero que se enteró fue de que estaban en aquel hotel disfrutando de
unas vacaciones financiadas por unos laboratorios farmacéuticos.
–Tal vez te interese saber cómo funcionamos
‒le indicó uno de ellos‒. Cuando recetas tus medicinas, ¿sigues alguna pauta
para beneficiarte o prescribes según un criterio estrictamente médico?
–La verdad... no entiendo muy bien a
qué os referís. –contestó sin saber de qué le estaban hablando.
–Nada, nada, amigo pato ‒le animó
otro de los doctores‒. Tú lo que tienes que hacer es actuar como nosotros.
Todos los fármacos que recetamos a nuestros enfermos procuramos que sean de un
laboratorio en concreto, y claro está, al frente de ese laboratorio se
encuentran unos amigos nuestros que al final de su balance económico nos pasan
la comisión correspondiente por habernos acordado de ellos y no de otros... ¿me
explico?
–Creo que ya voy entendiendo
–respondió el pato que empezaba a atar algunos cabos.
‒No hagas caso de estos materialistas
‒le comentó guiñando un ojo otro de los colegas‒. Muchas veces el dinero es lo
de menos. Yo por ejemplo, no admito comisiones en metálico, me resulta mucho
más beneficioso aprovecharme de otro modo más ¿cómo diría... científico. Eso es. Esa es la palabra
más adecuada. Teniendo en cuenta mi especialidad y que las medicinas que tengo
que prescribir son de un alto coste, ya que no cuesta lo mismo la medicación
para atender una gripe que otra que ha de salvar la vida a un trasplantado de
riñón, por poner un ejemplo, pues resulta que, con mis prescripciones la
industria farmacéutica a la que ayudo a engrosar su margen de beneficios, se
puede permitir y se permite, subvencionarme congresos y másters en el
extranjero que con mi sueldo sería imposible de sufragar por mí mismo.
¿Comprendes a dónde quiero ir a parar?
–Si, por supuesto, pero... ¿y los
pacientes? –preguntó el pato seguro de que a estos doctores no les importaba
mucho la pregunta.
‒¿Qué pasa con ellos? Has de saber
que a ellos les da lo mismo que les mandes una cosa u otra; además, en muchos
casos se curan más por sugestión que por las pócimas que les recetamos y que
como bien sabes, a veces no sirven para nada. Tienes que dejar de pensar como
un pato si quieres pertenecer por completo a nuestro mundo. Nunca te habíamos
comentado nada porque no sabíamos si estabas preparado o no. ¿Qué te parece
nuestra filosofía de la vida? Mucha gente nos critica pero nos da lo mismo. Si
no nos beneficiamos lo harán otros. Además no estamos infringiendo ninguna ley.
El pato con los ojillos entornados
iba analizando el tema, y en realidad no veía nada malo en aquellas actividades
lucrativas, y como bien le habían dicho, no había ninguna ley que prohibiera
aquello. Recordó vagamente cómo murmuraban otros colegas cuando veían salir a
éstos de sus lujosos coches.
“¿Es que aquellos no seguían ningún
juego como este, o es que había que cumplir algún requisito para poder jugar al
mismo?”
El pato pensaba muy deprisa, pero la
avidez en las palabras de sus contertulios y la cantidad de vino ingerida no le
permitían centrarse en sus pensamientos. Al final les dijo que pensaría
seriamente en lo que le exponían, y fue entonces cuando uno de los doctores
cambió de tema y le preguntó directamente:
‒A propósito, ¿qué hace un pato con
su fortuna? –el pato iba a responder que la invertía en asociaciones benéficas,
pero sobre todo en colaborar anónimamente en los estudios necesarios que
pudieran paliar de alguna manera los desastres ecológicos como el que arrasó
Doñana hacía poco tiempo. No obstante, al ver la excitación en los rostros de
aquellos doctores, se limitó a responder de forma indiferente: «En viajes. Me
la gasto toda en viajes. Pienso dar la vuelta al mundo».
–Eso está muy bien querido pato, pero
hay que pensar en el futuro –le respondieron seguros de que el pato acabaría
siendo uno más de los abostezados.
Así fue como el pato comenzó a
frecuentar los comedores reservados a las élites. En cuanto tuvo ocasión
trasladó su bata blanca y su estetoscopio a un gran hospital y pronto se olvidó
de sus antiguos pacientes. Hacía poco uso de sus conocimientos médicos, y del
tiempo que duraba su jornada, la mayor parte lo pasaba comentando con los
colegas las últimas vacaciones o lo mal parada que había salido una medicucha
del tres al cuarto al haberse excedido en su celo profesional.
‒Ella se lo ha buscado ‒decían.
‒Es que es muy joven ‒alegó el pato
en defensa de la chica. Al parecer se esmeraba mucho en la exploración de los
enfermos y anotaba todos los síntomas que éstos le contaban. Consultaba sus
libros diariamente y los últimos avances tecnológicos con el fin de agilizar
sus diagnósticos y descartar posibles patologías serias. Pensando siempre en la
Medicina, se permitía solicitar para los pacientes las pruebas necesarias
aunque supusieran un alto coste para el hospital.
Cuando la labor de esta joven llegó a
oídos del director del Centro, fue sustituida inmediatamente por un miembro de
El Bostezo, y trasladada a un ambulatorio donde permanecía alejada de los
medios técnicos que tanto costaban. Si solicitaba algún escáner o alguna otra
exploración, tenía que pasar por un conducto reglamentario que le llevaba tanto
tiempo en ser aceptado, que el enfermo perdía un tiempo precioso en el proceso
burocrático, mermando así su salud y a veces, hasta perdiendo la vida antes de
que le fuera realizado un cateterismo o una resonancia magnética.
Todos ovacionaron la decisión del
director y el pato volvió a perderse en sus meditaciones. Había ascendido mucho
y muy deprisa en la escala social de los racionales. Ya no asistía a las
tertulias televisivas con el cura retorcido, ni hablaba con los pocos pacientes
a los que atendía. Su trabajo se resumía a la visualización de algunas
radiografías o a la lectura de alguna analítica. El trato directo con los
enfermos lo dejaba en manos del residente de turno; en una ocasión le había advertido a
éste que si quería llegar a tener prestigio y ser reconocido con los favores
del director, tenía que ejercer su profesión ahorrándole el máximo dinero
posible al hospital.
‒Pero, el Juramento... ‒replicaba impotente y confuso el
residente.
–Por encima del Juramento Hipocrático
querido doctor, están los deseos y los intereses de quienes dirigen los
hospitales –le sentenció muy seguro de sus palabras el pato.
Continuará en cap. V, y VI
De "Cuentos del Puerto" El pato doctorado
Ilustración: Lamber
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