Hay aromas que nos llevan de viaje a través del tiempo hasta lugares desaparecidos de la escena cotidiana, a disfrutar nuevamente de viejas y queridas compañías... |
Los geranios y laureles de colores varios se disputan
protagonismo en el balcón de la casa, un balcón que se prolonga a lo largo de
la fachada. En una esquina protegida y acogedora, ocupo mi espacio, en una sillita infantil, de
madera y anea, pintada de azul y, a modo de pupitre, utilizo la tabla de lavar
colocada del revés sobre mis rodillas. En la superficie porosa el lápiz se
desliza con esmero sobre la hoja de la
libreta, intentando dibujar las vocales de la forma más perfecta. De vez en
cuando, desde la barandilla se asoman curiosos los gorriones que, aburridos de observar mi actividad,
emprenden de nuevo su vuelo. Aún no hace frío y la orientación de la casa
permite apropiarse de los últimos rayos del sol de un verano que, perezoso, no
termina de marcharse.
El aroma de los geranios se une a la danza del árbol que casi
supera en altura al balcón, en la primera planta del edificio. Algunas ramas
traviesas se acercan descaradamente hasta la colada que pende del hilo hacia el
exterior incorporándose a la escena del jardín comunitario. Desde dentro de la
casa un siseo y otro aroma avisan del quehacer en la cocina. Pronto el cocido se hará presente en la atmósfera
mientras llega la hora del aviso de la fábrica, de la nuestra —porque la
fábrica es de todo el pueblo—; suena una sirena, a distintas horas del día, y
los hombres se ponen en movimiento. Son como hormiguitas, todos vestidos de
azul marino, unos vienen y otros van. Se les ve desde el balcón donde huelen
los geranios. Uno de los hombres mira hacia arriba y sonríe. Entonces no me doy
cuenta pero, más tarde, seré consciente de esa mirada y esa sonrisa.
Atareada como estoy con mi libreta, no me percato de la
presencia de los chicos que alborotan a mi lado disputándose unas canicas, de
las bonitas, de esas de colores de cristal que tanto me gustan. Apenas me
miran, ellos van a los suyo. Acaban de salir del colegio y ya se han despojado
de sus carteras que permanecen tiradas, despreciadas, en el suelo, junto a mis
pies. Solo cuando abandono mi lápiz que se ha quedado sin su mina y me apodero
de la cartera escolar de uno de los chicos, este se dirige a mí con voz
dominante de hermano mayor: «Ya te busco uno» me dice. Yo miro embelesada esa cartera vieja de piel
marrón. Me gusta asomarme en su interior mientras la abre, porque allí, a
oscuras, es donde guarda sus tesoros. Hay también libretas con trazos que no
alcanzo a interpretar, y un solo libro, gordo, que en casa llaman El señor Álvarez y que parece ser un
joven muy serio con la cara colorada.
«Toma este» dice mientras la cierra y me ofrece uno de sus lápices. Está
muy gastado, apenas es como mi dedo meñique pero, aun así, es más largo que el
que he desechado. Yo sigo mirando hacia la cartera que ya está cerrada y cierro
los ojos, aspirando profundamente, intentando retener en mi interior el olor
que se escapa de ella.
El siseo de la válvula de la olla exprés ya no se oye. La
comida está lista para ser servida y yo guardo, paciente y cuidadosamente, mi
libreta y mi lápiz nuevo en mi preciosa cartera de cartón con dibujos de
ositos; recojo mi goma de borrar del interior de uno de los geranios donde la
puse para que se empapara de su olor, y aprovecho los pétalos de la flor caída
de uno de los laureles rojos para, con un poquito de saliva, humedecerlos y
fijarlos fuertemente sobre mis uñas que ahora se observan rojas y muy bonitas.
De vuelta de mi viaje a través del aroma de los geranios,
recién lavados por la lluvia de este nuevo otoño, me dirijo yo también a mi
cocina y, evocando aquel perfume viejo, me doy cuenta de que nadie entonces me
dijo que sería posible dibujar bellas palabras tan solo evocando una fragancia,
y sin más música que el siseo de la válvula de una olla, constante, monótono y
familiar.
De: Episodios cotidianos.
Ilustración: L. Estal
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