Una lluvia finísima se acomodaba hoy sobre el asfalto de la
ciudad. Los vehículos guardaban la distancia de seguridad y los peatones
esperaban el cambio de semáforo apostados en la acera, debajo de los balcones.
Mientras la observaba me daba cuenta de que echo de menos los charcos de
antaño, como echo de menos los colores grises de la lluvia vieja. La nueva, la
de ahora, brilla en distintos colores procedentes de las luces de los
escaparates que se reflejan en la suave película formada en el suelo.
Ahora parece que llueve en colores sobre el asfalto. Desde
mi balcón, dirijo la mirada hacia poniente y contemplo la serpenteante avenida
como se contempla la silueta del rayo en la noche oscura. Es la hora del
crepúsculo. La calzada todavía está mojada y los postreros rayos del sol se
asoman tras las últimas nubes, alargando sus dedos hasta rozar las luces de los
focos de los coches y de las farolas que comienzan su andadura nocturna. La
magia cobra vida y comienza el espectáculo. Es un abrazo luminoso que dura solo
un instante. Después… la noche.
Los empleados del supermercado se despiden; los de la
tienda de electrodomésticos salieron antes y bajaron las pesadas persianas. Tan
solo la agencia de viajes permanece abierta. Unos clientes de última hora
mantienen a las empleadas atareadas entre folletos. Con disimulo, una de ellas
mira fastidiada su reloj de pulsera. Se las ve nerviosas; con ganas de
marcharse a casa y descansar. Si por lo menos los clientes se comprometieran
con un buen viaje, habría valido la pena.
Todavía hay transeúntes. Algunos se dirigen a la cafetería
pero otros se introducen en los portales de las fincas; los más, se pierden
avenida arriba. Ya no los diviso, pero sí alcanzo sin embargo a ver las luces
encendidas de las casas en los edificios colindantes. Siempre es agradable
comprobar que tras los muros de lo que se asemejan colmenas humanas hay vida en
continuo movimiento. Tras las cortinas translúcidas de las ventanas se adivinan unas manos extendiendo
el mantel sobre la mesa del comedor. Y al lado, en la ventana contigua, se
apaga una luz que había permanecido encendida hasta entonces. Tal vez el chico
o la chica terminó sus deberes y tras un último desperezo se dispone a cenar.
En la calle ya no llueve pero hace frío. El Focus de los vecinos del piso de arriba
acaba de estacionar frente al local de la panadería. El hombre ayuda a su
esposa que saca al bebé con el cuco del asiento trasero. Al verme me saludan
con un gesto de sus cabezas y él se vuelve a meter en el coche. Tal vez lleva
turno de noche y solo vino a traerla a ella y al niño. Tal vez es que se va y
no piensa volver. Quizá ella le dijo anoche que ya no lo quería.
La gente ya no se quiere como antes. O se quiere de
distinta forma; durante menos tiempo, pero con más calidad. En mi alcoba, una
foto y un perfume me hablan desde el recuerdo: «Lo nuestro fue cantidad»
parecen querer decirme, y yo, ignorando sus voces, me sumerjo en el debate
sobre si estoy loco o cuerdo.
Con paso incierto me voy de nuevo al balcón. Escucho
sirenas y, al instante, las luces de dos coches de policía se aventuran por la
avenida; una ambulancia les sigue. Siento pena. Cada noche desfilan hacia el
vial que conduce al hospital. Ayer fue una joven a manos de su novio; la pasada
semana un niño, a la puerta del colegio; y hoy… quién sabe lo que habrá sido
hoy.
Me vuelvo a la alcoba y decido acostarme vestido; por el
frio. Me cuesta conciliar el sueño, y cuando lo consigo, pasos precipitados en
el piso de arriba me despiertan. El bebé llora; la madre contesta por el
telefonillo de la puerta a los policías que llaman al timbre.
Solo se escucha ya un sollozo ahogado y a lo lejos los
truenos. Ya no duermo y el ruido en los cristales me indica que ha vuelto la
lluvia.
De: Cuentos bajo la lluvia
Fotografía: Amparo Gil
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