Como cada año
por estas fechas, nuestras calles, cuando asoma la mañana de cuerpo entero, se
visten de infancia y se calzan con pequeñas ruedecillas que arrastran mochilas
escolares. A estas pequeñas maletitas se las puede ver de los más variados
dibujos y colores, y yo desde mi distancia, adivino los objetos que se acomodan
en su interior impregnándose de ese aroma especial que desprenden los libros y
libretas recién adquiridos en la librería de turno, aderezado con ese otro
emitido por las minas y la fina madera de los lápices.
Las puertas de
los colegios, ansiosas tras largas semanas de ausencia y silencio, de nuevo
sonríen a las voces que, atropelladas en efusivos saludos y miradas que asoman
a través de la impaciencia, indagan a su alrededor en busca del amigo o amiga
que sin previo aviso no asiste a la cita. Las
emociones se escenifican de las más diversas guisas. A la alegría de muchos se
suma la expectación e incertidumbre de otros pocos. Son los nuevos alumnos.
Aquellos que se aferran a la mano de sus progenitores con una fuerza inusitada
y no menos pavor. En sus rostros se aprecia la risa nerviosa que a no tardar
desembocará en un estrepitoso llanto cuando, tras el último beso, la seguridad
de la mano protectora se desprenda, así mismo, con gran pesar.
En el interior
todo está dispuesto: El verde encerado, impoluto y arrogante a la espera de su
audiencia; los pupitres relajados, ajenos a la actitud del nuevo inquilino; los
radiadores de hierro, bajo los grandes ventanales disfrutando del último sueño;
la papelera, a los pies del altar que preside el aula; y afuera, algo alejada
del escenario y ultimando los preparativos para la bienvenida a los nuevos
alumnos, la profesora –consciente o no de lo maravilloso de su labor– se
dispone a abrir «su caja de tesoros» para que de ella emanen los primeros pasos
del conocimiento.
En unos minutos
la calle vuelve a su ritmo habitual. Es cuando el centro escolar mediante su
sirena de aviso, o su melodía, avisa de que la hora de entrada termina y las
puertas se cerrarán enseguida. El guardia urbano situado en el cebreado del asfalto da sus últimas órdenes a viandantes y conductores; las mamás y los
papás marchan precipitados a sus trabajos o gimnasios, a la cafetería cercana a
tomar su café con su grupo de amigas o amigos, o a otros menesteres. Los
abuelos, con menos prisa, se dirigen casi todos a la panadería más próxima, y
los comercios ya suben sus persianas y acicalan sus mercancías.
Entre tanto, yo
intento vislumbrar mi entrada a la cueva. Me entrego a la ilusión de nuevos
proyectos y, tras un breve repaso a los meses que preceden a esta nueva hoja
del calendario, compruebo que salvo algunos problemas y alguna injustificada
ausencia propiciada por Tanatea, todo sigue en orden en mi quehacer diario. Si
algún proyecto quedó sin realizar fue, sin duda alguna, porque no le puse
demasiado empeño.
He llenado mi
mochila del nuevo curso con un montón de bolis y blocs, he seleccionado de la
biblioteca algunos clásicos y otros contemporáneos, y me he cuidado de que en
mi reproductor no falte nada de mi
música. Comida, la justa; sonrisas, a capazos; sueños, unos pocos de aquellos
que me permitan posar mis pies sobre la tierra de tierra de mi cueva; y compañía,
la mejor de cuanta pudiera llevar conmigo: «mi gente especial» esa que yo elegí
y aquella otra que llegó antes que yo y me tendió su mano.
A medida que
pasen los días, todo mi avituallamiento se irá comprimiendo para que quepa de la forma más cómoda posible. Llegado
el momento me despediré de los árboles desnudos,
y haciendo un guiño a las primeras nieves me introduciré con mi mochila en la
cueva y emprenderé la realización de mis proyectos para el curso que comienza.
Ilustración: Blas Estal, de la serie Libros
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