Es la hora de la sobremesa. Mi sofá de
color naranja reclama la pesadez de mi cuerpo que, con suprema rebeldía, se
resiste a ser más ligero. Yo, con la voluntad mucho más dócil que el cuerpo,
accedo de buena gana y me acomodo dispuesta a relajarme un ratito
Como es habitual, en la mano llevo mi
bolígrafo de gel azul; se ha convertido en un dedo más que viene a sumarse a
los diez con los que nací. Hace mucho tiempo que dejó de ser un intruso.
Incluso mucho antes de que el otro, el pitillo, desapareciera llevándose con él
la tintura amarillenta.
De reojo observo el bloc que, sobre la
mesilla del salón, comparte tapete y orquídea con las fotografías orladas de
mis queridos hijo e hija; ambos desconocidos en su posado; los dos, mirándome a
través del cristal y del tiempo.
Frente a mi ventana la copa frondosa
del árbol más grande de la plaza se mece suavemente, invitándome coquetamente a
que deleite mi vista contemplando sus tonalidades verdes. Por el balcón entreabierto
el trino de los pajarillos se introduce en la estancia y se funde con el dulce
sonido de Ernesto Cortázar que expulsa, a bajo volumen, el reproductor.
El resto es silencio en esta hora de
la tarde que incita a la siesta. Pero yo no me dejo seducir por la sugerencia;
no, mientras conserve mi bolígrafo en la mano y el bloc con sus páginas en
blanco sobre la mesa, entre los rostros de mis adorados hijos.
Y así, dejándome llevar por las voces
de los pajarillos y la dulzura de Cortázar, me entrego a la gratificante tarea
de la escritura.
Mañana es San Juan, y esta noche el
fuego iluminará de nuevo las arenas de la playa. La percusión de la tamborrada
se dejará oír sobre la borda de los barquitos que, pendientes ya de la magia
del solsticio, se dan cita en el puerto Siles. Son las embarcaciones de recreo
que permanecen ajenas a esos otros barcos, grandes mercantes que, guiados por
el resplandor de una luna llena que planea sobre las aguas, hacen su entrada
por la bocana del otro puerto, quizá menos sugerente; tal vez, un poco más
sabio.
Mientras acomodo mis piernas y mi
espalda, recuerdo el paseo de la mañana, cuando, tras dejar atrás las montañas
he llegado hasta mi Puerto. He dejado que mis pies decidieran el rumbo, y me he
encontrado con paso relajado por calles que me transmiten olor a infancia.
Desde la Tenencia de Alcaldía, por Pablo Iglesias hasta la plaza Rodrigo,
desconocida en su aspecto pero imperturbable en su aroma. Me he detenido más de
lo preciso, con los ojos cerrados y los recuerdos abiertos, en el lugar que
ocupara en su día el viejo quiosco. «Huele a verano, y huele a madre…» ¡Qué
cerca la he sentido! Tanto, que he proseguido la ruta hasta mi primera calle,
la del convento. El sol daba de lleno en la acera bordeada de casas bajas. Son
las mismas de siempre pero con distintos inquilinos, a excepción de un par de
casas. Hacia la última, la de la esquina, he llegado a remolque de recuerdos.
La casa del tío Chato sigue siendo, a día de hoy, la casa de los nietos del tío
Chato. He llamado al timbre repetidas veces, pero solo la ausencia me ha
respondido y he resuelto desandar el camino; esta vez, por la acera contraria,
en busca de un poco de sombra. El convento no me ha merecido mayor atención;
también sigue ahí: la misma puerta de la iglesia, los mismos vitrales, el mismo
campanario… Sin embargo, nada aporta a mi ánimo; carece de magia, de voz que me
hable o me cante. Tan solo lutos me sugiere.
Continúo siguiendo la estela del olor
del mar de verano, ese olor viejo, arrastrado, quién sabe, si por la última ola
rezagada. El suelo llano, bajo el asfalto de la antigua Ruiz de Alda, acoge de
nuevo mi caminar relajado; tan relajado que dejo, conscientemente, que mi
autobús pase de largo. Fijo mi atención en la pulcritud de las aceras a ambos
lados de la calle, limpiadas a primera hora de la mañana por sus vecinas. Echo
de menos las puertas abiertas y el olor de la comida en la cocina dejando
escapar sus vapores a través de las ventanas. Tampoco hay ningún anciano
sentado en su silla baja de anea, sobre la acera, con la mirada puesta en un
horizonte lejano; y no hay niños pequeños con triciclos ni niñas en el bordillo
coloreando sus muñecas y casitas de papel con los colores Alpino. Pero yo, que de vez en cuando soy pródiga en imaginación,
los he dibujado en la escena y he sonreído.
Expuesta como estaba a viejas
sensaciones he seguido hasta el mercado pero no sin antes hacer una parada
obligatoria en la casa que me vio nacer, en la calle Andalucía. Unos minutos
para un saludo y unas risas con los restos de
una generación próxima a extinguirse, y luego, con alma de niña, otra
vez a caminar. Mi cita era con el mercado, con el de siempre, ese que alberga
entre sus paradas la de salazones, y que siempre me estimula el apetito al
recordar los bocadillos de atún con aceitunas que preparaban para los alumnos
del colegio vecino. Las otras paradas continúan igualmente en su lugar; tras el
mostrador, otros son los rostros que atienden al público, aunque en alguno de
ellos reconozco a sus predecesores.
Alguien, desde el cafetal instalado en
el interior del recinto, llama mi atención con un gesto de su mano. Es una
prima a la que hace años que no veo. «¿Qué haces por este pueblo?» me pregunta,
a lo que yo únicamente respondo con un «pasaba por aquí». Dirigiéndose a la
amiga que la acompaña le dice que soy la hija de su prima. Para mi sorpresa,
esta le responde que ya se ha dado cuenta, pues soy el vivo retrato de mi madre.
Ante esa observación me siento tan honrada como, en cierto modo, decepcionada,
porque a mis ojos mi madre siempre fue mayor, y yo, frente al espejo, cuando
me miro siempre soy más joven de lo que era ella. Tal vez debería mirarme menos y observarme más. «En
realidad, es que yo soy más bien de escucharme que de observarme», acabo por
decirme a mí misma.
Esta alusión a mi madre me ha devuelto
a la realidad y, pensando en que ya había perdido mi autobús, he abandonado el
mercado camino de una alameda que ya no reconozco como mía. La visión de unos
cines y los juegos infantiles al final del recinto del paseo, unidos a los
primeros síntomas de calor de este verano recién estrenado, han precipitado mis
pasos hacia la parada de taxis en la plaza De
los coches. De repente me han entrado prisas por llegar a casa cuanto antes
y prepararme una buena ensalada elaborada con deliciosos bocados de atún y aceitunas
de distinta variedad, recién adquiridos en el puesto del olivero.
El reloj de la iglesia del pueblo me
indica que es hora de espabilar. Los
pajarillos han enmudecido al igual que Cortázar, y ya cierro mi cuaderno y
escondo la punta de mi boli de gel
azul. Es hora de recoger la vajilla, y mientras me desperezo, el recuerdo de mi
madre ha dado paso al de mi padre. Con gran cariño recuerdo sus palabras —apagadas
hace ya muchos años— y miro a los rostros orlados de mis hijos que permanecen
estáticos tras el cristal de sus respectivos portarretratos, junto a la
orquídea. «Con diez perricas un chavo, y con diez chavos la pesetica» les digo
evocando una vieja escena en la que no había euros, ni crisis…, tan solo un
mercado, una alameda, unas calles que eran de tierra y un padre que
canturreaba… mientras forjaba los hierros en la fragua.
Imagen: El tío Ángel, de espaldas por la Plaza Picasso -LEH- 2015.
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