Algunas de las
familias de la partida de Cuatro Caminos se esforzaban apilando a la puerta de
sus cabañas los enseres más necesarios que llevarían en su éxodo. Sacaban a la
calle sus miserias y, amarrándolas con cordeles procuraban que todo quedara
bien sujeto a los carros que los transportarían a otros asentamientos, tan
miserables como el que se disponían a dejar. Aun así, volvían las caras
llorando cuando emprendían el camino que los separaba para siempre del lugar al
que pertenecían y que era su hogar. No era nada parecido a los hogares normales
con un mínimo de servicios, pero allí se sentían seguros. Se ayudaban unos a
otros, y la necesidad era compartida por todos. No había diferencias sociales,
solo obedecían al consejo de los más ancianos; su palabra era la de un juez y
su sentencia cumplida con todas sus consecuencias. Las reyertas eran habituales
entre los moradores de Cuatro Caminos pero al igual que se originaban en el
seno de la comunidad, allí mismo se zanjaban sin que las discrepancias
transcendieran afuera del lugar. Era como un mundo dentro de otro mundo.
El nacimiento de una
criatura propiciaba un festejo que se prolongaba hasta que el nudo de su
ombligo se desprendía de la delicada piel. Entonces, éste se envolvía en un
trozo de tripa de conejo o de otro animal y se enterraba cerca de la caseta
familiar. Era el final de la fiesta de bienvenida al pequeño. Durante esos días
la madre no era molestada por el hombre, y el resto de las mujeres tomaba
medidas para que así fuera. Se encargaban también de atender a los otros hijos
si los había, y de que la olla con el caldo de gallina no faltara en el fogón. La
maternidad proporcionaba a la mujer un tiempo de vacación, que quedaba
interrumpido bruscamente en el momento en que el bebé se desconectaba
definitivamente del último vínculo carnal que lo uniera a su madre durante
largos meses. No faltaba la picaresca de quien intentara burlar a los vecinos
volviendo a unir el trozo de piel desprendida, dando unas disimuladas puntadas,
pero eso conllevaba el riesgo de no poder enterrar el ombligo, lo que era causa
de un destino fatal para toda la familia.
Algunos de los que
abandonaban la zona se demoraban escarbando en el lugar donde reposaba el
envoltorio de sus pequeños, pero no encontraron nada más que tierra y yerbajos,
y en ocasiones muy escasas, algún trozo de piel seca que no podían identificar
de ningún modo con el pequeño tesoro enterrado recientemente.
—¿A dónde vais a ir?
—preguntó uno de los ancianos a la familia de Toño mientras se despedían con
fuertes abrazos.
—Iremos primero a la
parte alta de la estación. Hay un descampado bastante amplio. Nos serviremos
del agua de la fuente durante la noche.
Tras los abrazos y las
palmadas en la espalda llegaron las histerias de las mueres. Las más ancianas
se limitaban a mirar hacia el cielo en silencio; otras, menos viejas, se
arrancaban los cabellos al compás de las lamentaciones que brotaban con la
fuerza de los alaridos más estremecedores. Hubo también quien fue sacada a
rastras por los miembros más fuertes de la familia que llenaban el aire con
juramentos de venganza.
*
Toño llegó al
descampado próximo a la terminal del ferrocarril cuando el sol se ponía en el
horizonte. Era un hombre tosco, de complexión fuerte y ojos negros de mirada
penetrante. No estaba dispuesto a dejarse vencer por la desidia. Tuvo que
abandonar su zona porque alguien había tenido la idea de construir en ella una
urbanización rodeada de un gran parque, sin pararse a pensar en que allí vivían
unas gentes que no tenían otro lugar al que ir. Quedarse y luchar podía haber
sido una de las opciones, pero se conocía a sí mismo y era consciente de que
una vez metido en odios no podría parar. Sabía que tendría que llevarse a
alguno por delante, y eso le acarrearía todavía más problemas. «Os sacaré de
aquí», prometió a su mujer y a sus tres hijas.
Magdalena, su mujer,
tenía un cuerpo menudo y enfermizo, pero eso no le impidió traer al mundo tres
hijas que crecían fuertes y sanas a pesar de las carencias más elementales. Destacaba
de las otras mujeres de Cuatro Caminos por el color de su cabello, que cuando
recibía los reflejos del sol, se tornaba de un rojo intenso, y por sus ojos que
parecían dos esmeraldas.
—¿De dónde sacaremos
el agua, Toño?
—Abajo en la estación
hay una bomba. En la noche bajaré con las cántaras grandes.
—No me gusta; puede
traernos problemas.
—Pues entonces que nos
den un lugar para vivir donde podamos lavarnos y echar agua al caldero. Ya nos
han quitao el techo, que no nos
quiten también la dignidad de despegarnos la mugre del cuerpo.
Tras echar un vistazo
a su alrededor, decidieron instalarse en un cobertizo que daba la impresión de
haber sido en sus mejores tiempos una gran casa, y que ahora sólo consistía en
unos muros de piedra, derribados en su mayor parte. Por suerte, había un sector
de muro en el que perduraba un techado casi uniforme. La maleza del suelo se
había apoderado del espacio que antaño fuera ocupado quizá por una familia
acomodada. Si se empleaban en un duro trabajo y Magdalena echaba mano de sus
habilidades artísticas, aquel desolador habitáculo podría ser algo parecido a
una caseta en los próximos días.
Las pequeñas se
sentían cansadas pero se esforzaban en ayudar a sus padres a desmontar los
trastos del carro. De momento bajarían lo justo, y al día siguiente se
encargarían de preparar un corral para las tres gallinas y el gallo Lucio. También
traían la jaula con la coneja y la última camada de gazapos. Aquello era más
que un tesoro: «sus animales». Mientras el gallo montara a las gallinas no les
faltaría carne ni huevos; y la coneja, con suerte, conseguiría otros partos
múltiples que les vendrían muy bien para canjearlos por harina, leche y las
pinturas que empleaba Magdalena para sus trabajos, que luego intentaría vender
en el mercado.
Liza, la mayor de las
hijas, cargaba con la pequeña Esther, que se durmió mientras sus padres
buscaban la forma de colocar los colchones y mantas en el lugar adecuado. Entre
tanto, Toñi agrupaba trozos de ramas secas y palos que había recogido por el
camino con el fin de poder encender el primer fuego de su nuevo hogar. Preparó el
círculo de piedras meticulosamente y esperó, con gran impaciencia, el momento
en que su padre sacara el chisquero. Del modo en que prendiera la hoguera dependía
que la suerte entrara en la casa o se alejara de ella. La fortuna y la
desgracia la decidía ese fuego según el abstracto dibujo que formaran sus
cenizas una vez extinguido el mismo. Toñi no dormiría esa noche; pensaba
quedarse despierta hasta que se apagara, para averiguar lo antes posible si en las
cenizas se dibujaban formas con cuernos o, si por el contrario, aparecía la
silueta de la cara de cristo. Con lo que no contó la pequeña fue con que el
cansancio le impediría pasar la noche en vela.
Fotografía: Débora Trachter -Colonia (Uruguay)-
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