Como un río que avanza
lento me deslizo ante una nueva primavera. La niebla se fue disipando y las
campanas que ayer tocaban a duelo ya hace algún tiempo que fueron enmudeciendo.
Tan solo un eco lejano se deja oír de vez en cuando arrastrado por el viento. Los
árboles del parque verdean tímidamente y los azahares de las huertas
colindantes elevan sus aromas que impregnan el perímetro del pueblo.
Yo me asomo al día con
nuevos ojos. Con mirada de ayer que desea alcanzar los viejos horizontes que ya
adivino ajenos. No me reconozco en las calles que pisan mis pies cada día. Sus
aceras estrechas y su asfalto mal repartido no reconocen tampoco a mis pasos.
Soy una intrusa al pie de las colinas que nunca oyeron mi nombre; no pertenezco
a su parroquia ni seré cubierta por la tierra de su Campo Santo.
Mi primer llanto no
fue un llanto de tierra. Fue un llanto de fuego y de mar, con la fortaleza del hierro,
con la maleabilidad que otorga la tibieza de la sangre. Con agua salada fui
rociada en pila de piedra bajo un cielo gris cubierto de humo. A veces me he
desgarrado por dentro y he salido en busca de las pequeñas cosas, de los
detalles mínimos que dotan de vida a lo cotidiano. Así he rematado las costuras
de mi piel herida y rota, mi piel morena.
Habito hoy un hogar
extraño, silencioso. En él recibo una nueva primavera, rodeada de almas de
diferente credo, de vocabulario impreciso, sin naves ni amarres en sus puertos.
Así convivo entre
desconocidos que nada saben de mí, que nada sé de ellos… y así me pliego sobre
mis propias alas al llegar la tarde, mientras la nueva primavera, perezosa, se
acomoda sobre este escenario que en nada me concierne.
Fotografía: -IME- Amanecer desde casa
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