El verano ha entrado de nuevo. Como de
costumbre, me he levantado temprano. Recojo la casa: quito el mantel de la
mesa, guardo lo del lavavajillas de la pasada noche, paso la mopa por el suelo…
El sol todavía no pega fuerte en las
terrazas y se está fresquito. Afuera, en la calle, los operarios del
Ayuntamiento recortan el seto que rodea la plaza. El olor de las florecillas
blancas se mezcla con el de las que se desprenden del ramaje de los árboles, y
se expande a través de las ventanas medio abiertas de la casa. Si hago caso
omiso del ruido de la sierra mecánica y me centro solo en los aromas y en la
escena del patio, me invade una inmensa sensación de paz.
Ella está ahí, con sus cajas de hilos y
lanas de colores, sentada junto a los geranios y la verdolaga que, desde que
salió el sol, comenzó a abrir sus flores de distintas tonalidades. Enfrente, al
otro lado del patio, el espliego y el incienso que ha ido conservando saneando
ramas, podando y formando nuevas macetas desde que lo trajera de su antigua
casa, hace ya más de catorce años; y esa otra planta navideña que se empeña en
cuidar, esperando a que sus hojas se vuelvan a tornar de ese color rojizo del
momento de su adquisición.
Sus dedos todavía se muestran ágiles,
como en sus mejores años, pero las venas azuladas, como afluentes de un río
principal en el dorso de las manos, me muestran la realidad del paso del
tiempo.
Teje y escucha, en lo que ella cree que
es una radio, la conferencia sobre Riego que hace unos días guardé desde la
página del Instituto Cervantes en la memoria del Ipad.
Por un momento levanta la mirada de la
labor y dice en voz alta, como si hablara al viento: «Las Cortes de Cádiz», y
vuelve a su labor que da por finalizada.
Aún no me he repuesto de la sorpresa
ante su comentario cuando, satisfecha, me muestra el trabajo de ganchillo. Se trata
de una cestita con forma de búho. En realidad, no me la muestra a mí porque no
me sabe cerca.
«Esta es para mi hija, para que guarde
en ella los ganchitos del pelo», dice a un interlocutor que no adivino.
Ajena a mi presencia no sabe que la observo y la escucho, mientras preparo la comida en la cocina. Tampoco sabe que dejé de usar ganchitos para el pelo hace ya muchos, muchos años.
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