Criado
en los barrios de la periferia, era amigo de los gatos y de las gentes sin
techo. Cada noche paseaba su ronda por los restaurantes de élite de la ciudad. Aquellos
coches brillantes y el estilo de las personas que abrían sus puertas para
asomar sus lustrosos zapatos sobre el asfalto, le hacían sentirse en la más
baja de las miserias.
Observaba
sus zapatillas, arrebatadas con gran esfuerzo a un gigantesco contenedor, y su
jersey raído por el uso. Los pantalones de pana, heredados de un conocido de su
madre, los llevaba arremangados en los camales para evitar los traspiés que le
producían los casi veinte centímetros que le sobraban del largo de sus
temblorosas piernas.
En su
recorrido nocturno le gustaba arrimarse a las prostitutas que ofrecían sus
servicios a los noctámbulos necesitados de sexo. De esta forma
conseguía hacerse con unos pitillos que más tarde regalaría al abuelo, con los
que éste, tras aspirar el humo, lo expulsaría formando los pequeños círculos que
producían en el muchacho un éxtasis visual.
Quizá
el ambiente estuviera tranquilo en el barrio. Tras el jaleo de la pasada noche toda la gente permanecía callada. Les bastaban
sus miradas para comunicarse. Tendría que aprender el lenguaje de los gestos si
en el futuro quería llegar a tener su estatus social en el entorno.
Todo estaba
en calma cuando en la madrugada, acudió a la caseta en cuyo aire se mezclaban
el olor a orín y a apio. El abuelo dormía en el viejo colchón, ese que
constituía el mayor tesoro de los enseres que formaban el mobiliario de la
casa. Su perro León dormitaba también junto al viejo y, al entrar Quico, se
limitó a abrir un cansado ojo que volvió a entronar en cuanto lo identificó.
Guardó
los cigarrillos en una caja de Farias,
tan descolorida por el tiempo como el cajón de aquella mesilla que en su día
ocupara un lugar privilegiado junto a alguna lámpara, en el salón de quién sabe
qué señora.
El sofá
que hacía las veces de cama y que quedaba oculto por una cortina, que se
descolgaba más cada día, estaba libre. Su madre no había llegado todavía y
posiblemente no lo hiciera en las próximas horas o días. Aun así, él
dormiría en la colchoneta de goma, abandonada en la playa dos veranos
atrás por algún bañista despistado.
Se acurrucó
sobre su propio cuerpo y, tras ocultarse bajo la manta verde, se dispuso a
esperar a que llegaran sus sueños. Cuando éstos aparecían se convertía en un
joven estudiante como los que veía a menudo salir de los colegios de la ciudad.
Se contemplaba a sí mismo frente a una vieja señora que, con un libro en la
mano, se entregaba a la tarea de enseñarle unas lecciones que él asimilaba con
la misma velocidad con la que los gatos echaban a correr, cada vez que los otros
chicos de las casetas les echaban el pica-pica en las redondas pelotas que
tenían junto a sus patas traseras. Otras veces veía desfilar ante él al abuelo
que, vestido con un traje planchado y unos dientes blancos y sanos, se dirigía
hacia un gran aparador sobre el que se apoyaba una botella en la que, de alguna
manera, había conseguido penetrar un barco velero. Una vez delante del mueble,
abría el cajón afelpado donde guardaba sus cigarrillos envueltos en cajitas
doradas. Entonces aparecía su madre con aspecto de gran señora. Con la cara
inmaculada y la sonrisa complaciente semejaba una diosa vestida de tules de
finos colores. El cabello negro, deslizándose
hasta la cintura y formando ondas voluptuosas, parecía tener vida propia. Él la
observaba cómo se dirigía hacia el abuelo y lo besaba en la mejilla mientras,
delicadamente, le sustraía el cigarrillo que no tardaría en provocarle una
nueva crisis de tos.
Cuando Quico
despertaba de sus sueños y recorría su alrededor con la mirada, volvía a cerrar
los ojos para seguir inmerso en su mundo fantástico.
El ruido
de los camiones a su paso por la parte alta de las casetas lo devolvió a la
realidad y le anunció que un nuevo día lo esperaba para mostrarle cuanto de
bueno había en la vida, aunque él nunca llegara a saborearlo, porque su gente
era un error de la naturaleza; algo antiestético pero necesario a la vez para
demostrar a la sociedad más privilegiada su superioridad.
—¡Abuelo!
—llamó— Vaya, ya se ha ido. —Comprobó Quico al echar de menos el viejo
cochecito de bebé que el anciano utilizaba para transportar sus tesoros. Tal vez
hoy le trajera alguna bicicleta desechada por un niño aburrido de ella. ¡Le
hacía tanta ilusión! Los chicos del barrio se habían hecho con dos o tres que
sustrajeron de un parque en un descuido de sus dueños, pero cuando se le
ocurrió pedírselas prestadas para dar unas pedaladas recibió una pedrada en la
cabeza. Además uno de los chicos se abrió la bragueta y le orinó sobre las
zapatillas. La humillación superó con creces al dolor, y juró
que jamás volverían a orinar sobre él. Estaba dispuesto a matar para
escarmentar a quien lo intentara.
Con la
ilusión de ver llegar al abuelo se dirigió hacia la caseta de la tía Juana. A medida
que se acercaba, el aroma a tortilla de cebolla le recordó que no había probado
bocado desde la mañana anterior.
—¿Qué
pasa, Quico? ¿No ha aparecío aún la
Candela?
—No
—respondió el chiquillo indiferente a la ausencia de su madre.
—Anda,
ven. Quédate quieto por algún rincón y ahora te pongo un bocao de tortilla; porque… has venío
pa eso ¿verdá?
—Bueno…
—Oye,
Quico, tú no sabrás na del tipo ese
que encontraron la otra noche en la caseta de la Paqui, eh… —preguntó la mujer
en voz baja entrecerrando sus ojillos legañosos.
—Lo vi
una vez en el barrio de arriba. Iba con otro tipo muy tieso.
—«Vaya,
vaya…» Anda, come, que estás ca día
más arguellao. Tu madre tendría que
ocuparse más de ti. Aquí no estamos como pa
dar de comer a los hijos de… Bueno, hijo, quiero decir que lo único que los
pobres podemos compartir es eso: la miseria. De eso nos sobra. Hay ratas pa dar y vender. Oye, ¿sabe tu abuelo lo
del barrio de la zona norte? Cuando llegue dile que venga a verme porque he de
hablar con él. ¡Hala!... ahora vete, no vaya a venir el tío Vicente. Si ve que
te doy parte de su tortilla, me tocará la cara otra vez y aún me duele la última
tunda.
—Adiós,
tía Juana. Me acercaré hasta el puerto a ver si los pescadores me dan algo y te
traeré para que hagas una olla bien grande.
—Muy bien. ¡Hala, vete
ya!... si me traes algo haré una olla tan grande que daremos un banquete en las
casetas.
El chiquillo se marchó y
la vieja quedó entre unas prendas de ropa recogidas el día anterior en unos
montones de basura. «Hay que ver cómo tira la gente sus ropas… Si parecen
mismamente recién salías de la
máquina. Hambre les daba yo a esas señoritingas. Hambre y buenos machos de mano
dura», pensaba.
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